Fueron unos poco minutos de navegación, pero con el efecto de camino de ida, de ir por lo desconocido, hace que todo dure más. Pasamos frente a la playa roja. Inmenso acantilado de un increible color rojo oscuro en contraste al profundo azul del mar. Luego costa de piedras, mediterráneo abierto, olas, el reflejo del sol y al fondo en línea recta un puntito blanco. El hombretote llevó su barquito derecho a detenerse entre dos piedras, donde un compañero lo esperaba. Le lanzó la cuerda que el otro se ató alrededor del cuepo y sostuvo firme para que podamos bajar. Claro…¿Qué esperábamos? Un puerto, un muelle.¡¡Nada!! a hacer un atadito con la ropa, ponerlo sobre la cabeza y bajar a la playa blanca.
Sólo haberla visto fue un descubrimiento. ¡Cuánta diferencia con el resto de la isla! Estando ahí parecía una enormidad blanca. Nadamos, dormimos, comimos, charlamos y disfrutamos escondidos del resto de la isla hasta el atardecer.
Al volver al barco, navegando en dirección al puerto, vimos cómo volvía a conventirse en un pedacito blanco, de un acantilado enorme, de una pequeña isla del mar Egeo.